Soy un soñador, lo reconozco,
me encanta soñar despierto e imaginarme consiguiendo lo que mi mente me induce
a fantasear.
Vivir sin tener esa sensación no sería vida, simplemente estaría
muerto de la forma peor que concibo: un zombi en un mundo sin la esperanza de
mejorar día a día.
Me he encontrado a personas muchas veces que les da
miedo decir a voz llena que les gusta soñar, ó a otras que insinúan que eso es de Quijotes, aunque uno
se da cuenta en cuestión de segundos que su ego les hace esconder los mismos
anhelos.
¿Ser un Quijote es malo?, no lo
creo. Soñar es vivir, es buscar lo mejor que desea uno para sí mismo, aunque no
basta con sentirlo, hay que buscarlo.
Alguien en una ocasión me dijo
que una persona había dejado de creer en Dios. Su motivo era que había estado
un año rezando a diario para que le tocase la lotería y al ver que esto no
había ocurrido había dejado de creer. El problema que tenía es que nunca había
comprado el boleto.
A esto es donde quiero llegar a
parar: no basta con soñar para conseguir alguna meta, sino que hay que trabajar
también.
Parece obvia mi observación,
pero muchas veces dejamos de correr porque encontramos una ladera un poco
empinada sin imaginarnos que la meta está a solo unos pocos metros de nosotros.
Mark Twain en una ocasión dijo
“Dentro de 20 años estarás más decepcionado por lo que no hiciste que por lo
que hiciste”.
Sin duda alguna llevaba razón,
a veces el miedo nos atenaza de tal forma que nos impide dar lo mejor de
nosotros mismos, y yo estoy harto de que ese temor me haya impedido resaltar lo
mejor de mí mismo y con ello buscar la meta que siempre he soñado desde mi
infancia.
“No es valiente aquél que no
tiene miedo, sino el que sabe afrontarlo” afirmó Nelson Mandela, sin duda un ejemplo
de valentía de este loco mundo.